EL SEÑOR ROBALO QUE SE PESCABA EN CHIMBOTE
Por: Fernando Bazán Blass"A los amigos de Chimbote que se hallan en el extranjero"
Cuentos chimbotanos Por los años 50, más o menos, del siglo pasado y de seguro, muchísimo tiempo antes, era de verse en la playa, o “ramada” de Chimbote, un pescado grande, de escamas gruesas como uñas pulgares, cabeza achatada, ojos rojizos, carne blanca, exquisita y sin espinas. Medía de cincuenta a 70 centímetros y pesaba de 15 a 20 kilos. Era el llamado “robalo”, mejor dicho, era “el señor robalo”. Los playeros cargaban el animal uno en cada brazo y a veces al hombro desde la chalana hasta el camión o la cámara frigorífica apostada a boca de calle para llevarlo a Lima. La “pampa” marina, o “hábitat” de la especie, se abría desde el mar de los “Chinos” (Sic) por el Sur, hasta el mar de Chao, si se quiere poner un límite por el Norte en aguas de Samanco, Chimbote, Coishco, Santa y Chao, en una franja de 2 a 6 millas mara afuera. No es un pez de “altura”, digámoslo mejor, de alta mar; tampoco de peña, más bien se encontraba, o quizás ahora se halle, por la desembocadura del río, pero no muy pegado a la playa, buscando comedura. Los botes del oficio eran a vela, bien limpios y mejor pintados, de variados colores, de 12 16 pies de largo (eslora) por 6 a 8 de ancho (manga) y 5 de alto (puntal), livianos, con timón de paleta a popa y quilla hachada para cortar agua. El aparejo del bote, consistía en dos remos, dos palos de eucalipto de una y media pulgada de diámetro, por dos brazas de largo; que en la faena hacían de “tangones” trinqueteados a la cuaderna debajo del tolete a ambos lados; cordeles de hilo del diecisiéis de algodón color mangle, anzuelos acerados número uno, muestras de pescadito de plomo y hasta lana de colores para llamar la atención del “animal” debajo del agua. Por su puesto, iba el palo de mástil y la vela. No había cocina ni cocinero, llevaban de vitualla un barrilito de agua, fiambre individual de galletas de agua, a veces, un plato de arroz con huevos fritos envuelto con trapo; una bolsita de red con limones, sal y frutas. Un jarro para “achicar” el agua; cuchilla personal, todos con sombrero de junco o pañuelo anudado a la cabeza. Por la mañana, cada bote; con tres diestros tripulantes levantaban sus rizones en cuestión de minutos, paraban la vela y así empezaba el milenario arte de navegar impulsados por el viento e ir a pescar. De doce a quince bellezas marineras mostraban su silueta a cual más pintada, la “Diana”, la “María Teresa”, la “Laura”, la “Cándida” y otras; casi todas, mozas del lugar, desfilaban juntas tras su capitana, la “Leonor”, que iba adelante llevando a su bordo al sexagenario Amado Lázaro, tomando el rumbo de la Bocana Chica. Este bello espectáculo era “de pintura”, cuando Cayetana Venegas, mujer de Lázaro, recostada en su puerta, con brazos cruzados y mirada fija, contemplaba a diario este desfile hasta que los mástiles de las “señoritas” iban desapareciendo poco a poco en la lejanía del mar. Pensando en su “viejo”, la curtida mujer, apuraba una señal de la Cruz. Para ella la función había terminado hasta la tarde en que volvía a pararse para verlo regresar. Allí disfrutaba triple de esta serie de película, era el paisaje del atardecer, era su “Amado” que aparecía y era la plata que venía con ellos, no era cojuda tampoco, para eso iban a pescar. En la mar, con la habilidad de los antiguos moches, el bote, a vela inflada recorría en cualquier dirección, surcando “tumbos”, macheteando a veces, otras con la mar y viento en popa, o de costado, aprovechando siempre la dirección; cuidando que su vela se mantenga henchida, moviéndola a como pida el rumbo, ora con los vientos terrales para “salir”, ora con los vientos Alicios para ir de “bajada”, cuando no, tomando la virazón del norte para “subir” en zig zag o una combinación de ambos para “entrar” a tierra. En todos los casos el viejo marino que gobernaba el bote sentado en popa, atenazaba firme el timón de paleta, muy atento a los cambios bruscos que chupase la vela; en tales circunstancias la arriaba con rapidez, so pena de fatal volcadura. Con el viento en popa iba “pa abajo” a cinco o seis nudos de velocidad; de uno, dos, o tres, si se iba “pa arriba”, “pa fuera”, o “pa dentro” con vientos cruzados. La vela de forma triangular, de grueso tocuyo o lona delgada, era liviana y resistente, de modo que su peso sobre cubierta era mínimo. En la punta del mástil, por un pequeño orificio, pasaba un “gibilay” (cabo delgado) pegado al vértice de la vela para izarla al tope asegurando la punta en la cornamusa del mástil. En el mástil, a tres cuartos de altura, atravesaba un palito en cruz, que sostenía la amplitud del velamen extendido y afirmado en proa. Una vez presentada la lona al viento, con vela insuflada, la nave quedaba en manos del experto navegante que la llevaba del brazo a su cita con el “señor del mar”. Varios elementos servían al Patrón. Primero el Sol, que era el reloj, cuyo recorrido iba indicando los cuatro puntos cardinales antes y después del medio día; conforme a las estaciones del año pasaba tirado al norte o sur. Otro elemento importante era el golpe del agua, que siempre mecía el bote de sur a norte, este contacto, a ojos cerrados, se sentía en cualquier posición, por tanto si golpeaba por proa, popa, babor o estribor indicaba que navegaba de subida, bajada, entraba o salía. La estima de los puntos costeros y grandes montañas de la sierra que a lo lejos se divisaban como lomos de ballena oscura eran buenas referencias y finalmente los vientos. Si la noche llegaba, en el firmamento estaban la Cruz del Sur y docenas de estrellas que proyectadas con sabiduría, indican el Sur y los demás puntos cardinales; alguna luz de tierra vista desde el agua dará “luz verde” para estimar su posición y distancia, y calcular el regreso a su lugar de origen. Sin dejar a la Luna, que se echaba mano cuando no había estrellas. Los botes seguían el vuelo de los pájaros hasta donde se suponía “trabaja el animal” que lo anunciaba la caída del piquero, la gaviota y hasta el “cocho haragán”. Ya en la zona de pesca, colocaban los “tangones” a ambos lados colgando los hilos color mangle, invisibles bajo el agua a los ojos del pez, con anzuelo disimulado en el pececito de plomo que iba de señuelo. Cuatro cordeles de 15 brazadas, dos a cada lado arrastraba del bote invitando al “Señor” a comerse el bocado engañoso simulando anchoveta. A cada hilo que pendía del tangón se anudaba otro hilo atado a la borda, a fin de que el marino lo pueda jalar con facilidad al momento de “picar” la presa. Engullido el anzuelo, el animal estrepitaba sacudiéndose con toda su fuerza. El hombre de abordo atento al enganche cogía el cordel cobrando el hilo que venía con el pez ensartado hasta tenerlo a pie de bote. Al omento, con la habilidad de diestro en el oficio, Agustín Mendoza se valía del aleteo, meneo y saltos bruscos del pescado para con un movimiento ágil jalarlo por el aire a cubierta; en donde José Morales lo atendía con dos o tres palazos en la cabeza hasta ponerlo quieto, le sacaba el anzuelo, arrumaba el animal y se volvía a lo mismo. Cuatro anzuelos eran más que suficiente, a veces picaba dos “al hilo”; la famosa frase hecha faena o viceversa, la faena hecha frase; era duro pero estos “bravos” rayados en el oficio sabían sacar tarea duplicada al mismo tiempo. El bote tenía capacidad para cuatro docenas. Caída la tarde, empezaba el desfile de retorno, si se venía de Chao, y ganaba la hora, era preferible entrar a Coishco a descargar, para ganar horas. En tal caso, al entrar a la caleta, arriaban la vela, pegándose a remo al costado de la peña. Un hombre saltaba con cuerda en mano para amarrar la chalana. Desde allí sacaban pieza por pieza, uno a uno, ensartado por la boca al cabo que era jalado desde el otro extremo haciendo un puente, sin soltar la punta hasta terminar con la carga. Amado Lázaro Venegas, patrón del bote, que ya estaba en tierra para ver al comprador, sacaba libreta y anotaba. José Morales llevaba en sus manos la ropa de Juan Mendoza que le había tocado el turno de quedarse a bordo para amarrar la chalana, fondear el bote y salir nadando. José, vivía en Coishco y siempre que se presentaba estos apuros, que dicho sea de paso a él le convenía; los llevaba a su rancho para tomar algo caliente. La Bartola en Chimbote, contenta preparaba unas hueveras fritas con yuca sancochada, ají amarillo y cebolla de rabo.